Declaratoria de independencia del pueblo dominicano

 

Declaratoria de independencia del pueblo dominicano




“No más dependencia, no más humillación, no más sometimiento al capricho y veleidad del Gabinete de Madrid. En estas breves y compendiosas cláusulas está cifrada la firme resolución que jura y proclama en este día el pueblo dominicano. Rompió ya para siempre desde este momento los gastados eslabones que lo encadenaban al pesado y opresivo carromato de la antigua Metrópoli, y reasumiendo la dignidad y energía de un pueblo libre protesta delante del Ser Supremo, que resuelto a constituirse en un Estado Independiente no habrá sacrificio que no inmole en el altar de la Patria para llevar a cabo la heroica empresa de figurar y ser admitido al rango y consideración de los demás pueblos libres del mundo político”. 

El ignominioso pupilaje de 328 años es ciertamente una lección demasiado larga y costosa, que por sí sola debería bastar para desengañar a todos, dado el escaso fruto que se ha sacado de la fanática lealtad a los Reyes de España. Con este falso ídolo, levantado por el error y sostenido por una superstición política, se había logrado adormecer el espíritu y burlarse de la credulidad de un pueblo naturalmente bondadoso y sencillo. Ser fieles a España, soportar con una paciencia estúpida los desprecios de España, no vivir, no movernos, no ser para nosotros sino para España: en eso consistía todo, y lo único en lo que hacíamos residir nuestra felicidad, la fama de nuestras virtudes y la recompensa de los más distinguidos servicios. 

Si aún hay entre nosotros almas tan bajas y vendidas al interés vil, que se atrevan a contradecir estas verdades de experiencia, que vuelvan por un instante sus fascinados ojos al espantoso estado de ruina y desolación en que yace sumida la parte española de la Primada del Nuevo Mundo. No les pedimos que retrocedan hasta la infausta época en que una orden del gobierno español fue bastante para demoler, porque no podía mantener las plazas marítimas de Bayajá, La Yaguana, Montecristi y Puerto Plata, a donde concurrían los holandeses y otros extranjeros a proveerlas de las mercancías que la Metrópoli no les proporcionaba. Acerquémonos, de una vez, a los recientes sucesos de nuestra edad, comenzando el examen por el furioso huracán San Calixto: cuenten, si están dotados de tanta insensibilidad, el diluvio de plagas que arrojó aquel torbellino, que, extendiéndose por el hermoso y fértil suelo de Santo Domingo, convirtió sus campos en desiertos, y sus más ricas y vistosas ciudades en escombros y cenizas.

Echen todavía, si quieren, un denso velo sobre la melancólica historia de las muertes, hambres y demás horrores del último sitio que sufrieron los habitantes de esta capital cuando los naturales intentaron arrancarla del poder de los franceses; y fíjense únicamente en el día once de julio de 1809 —día para siempre memorable— en que la isla abandonada, la isla que sirvió de rescate a las provincias peninsulares ocupadas por las victoriosas armas de la República Francesa, y la misma isla que salvó en aquella crisis apurada el trono vacilante de Carlos IV, de su libre y espontánea voluntad vuelve a atar los vínculos disueltos por el tratado de Basilea, y se complace con el más sincero y cordial júbilo en la estrecha alianza que renueva con su antigua y desdeñosa metrópoli.

Si Santo Domingo hubiese cometido desde su descubrimiento alguna enorme culpa o contraído grave falta para merecer la indignación y el odio de España, parecería que con el arrojo y feliz éxito de la reconquista tenía derecho a esperar un general olvido de su desmérito y las más afectuosas demostraciones de gratitud. Sin embargo, salen a la palestra los héroes de ese rasgo de lealtad nunca visto en los anales de los pueblos fieles, las viudas, los hijos, los padres de los que murieron peleando por ser súbditos de una nación que los rechaza y los expulsa de su seno como a una manada de carneros. Muchos han muerto de necesidad, y otros viven sujetos al mezquino socorro de dos o tres reales diarios. Los que en la campaña ocuparon los primeros puestos por su valor y habilidad, apenas entran en la plaza, descienden a grados inferiores o se quedan sin nada. Don Manuel Carvajal, el bravo defensor de Manganagua, el segundo de Don Juan Sánchez —y de quien con fundamento se duda que no trabajara menos que él, ni se expusiera con menos frecuencia


Don Manuel Caravajal, el bravo defensor de Manganagua, el segundo de Don Juan Sánchez, y que sin duda se esforzó y trabajó más que él, pues se expuso con mayor frecuencia a los peligros de la guerra, mereció recibir un reconocimiento por sus servicios, los cuales han sido apreciados. Con el mismo dolor murió Don Pedro Vázquez, otro campeón de los que más se esforzaron y combatieron por el logro de la reconquista y al cabo de doce años, el editor de la Miscelánea, en su edición del día 11 de noviembre último, afirmaba que, para satisfacción de quienes pueda interesar, se hallaba autorizado por el jefe político para publicar que, en oficio del 7 de julio de ese año, dirigido por el Ministerio de la Gobernación de Ultramar, se indicaba, entre otras cosas, que "su excelencia" había ordenado avisar al Ministro de la Guerra lo conveniente para que se despachen los grados y condecoraciones concedidas a estos naturales por la reconquista.

Ya no es tiempo de que la fe quiera adormecernos y arrullarnos, como a niños, con vanas esperanzas. Las mismas ofertas de fe se han hecho y repetido en diferentes ocasiones, y estamos por ver su cumplimiento. Es necesario que se nos considere y todavía se nos tenga en la clase de seres imbéciles y carentes de racionalidad, como se creía en los principios del descubrimiento de América, para que el Ministerio de Ultramar, el Jefe político y el Redactor de la Miscelánea crean que con esa gota de agua fría pueden apagar el furioso volcán de indignación que ruge y brama concentrado en el corazón de los naturales. Para expedir patentes de grados superiores a los europeos, conferirles los primeros puestos militares, designar a ellos oficiales ociosos sin cuerpos ni compañías, organizar los costosos ramos de artillería e ingenieros, recargar sueldos sobre las exhaustas rentas de la Provincia, para estas y otras medidas que día a día la llevan rápidamente a su exterminio, sí han tenido lugar los ministros, y no ha sido necesario reiterar las órdenes del “Poder”; pero doce largos años no han sido suficientes para enviar los auxilios militares, que se han pedido con tanta urgencia y de los que hay tan absoluta falta, y menos para recompensar los sacrificios de los valientes y liberales que derramaron su sangre y dieron sus bienes para rescatar el suelo patrio de la dominación francesa, y presentarlo como una fresca víctima a España en testimonio de la más firme y tenaz adhesión.

¿Pero para qué nublamos con ellos amargos recuerdos el hermoso y despejado día de la regeneración política de Santo Domingo? Si la serie de injusticias, agravios, abusos, vejaciones y abandono fueran el único móvil de esta saludable mudanza, acaso ningún otro pueblo de América podría bosquejar un cuadro más cargado de sombras y espectros horrorosos que la desdichada isla. Ella fue la primera en el orden de los establecimientos, y ella siendo la última en adelantos y progresos de cuanto constituye el bienestar de los pueblos. Sin embargo, para justificar nuestra causa, necesitamos recurrir a la odiosa enumeración de tempestades y vicisitudes que hemos padecido. Sentimientos de honor, principios de justicia y razones de utilidad y conveniencia pública son los nobles impulsos que nos estimulan a pronunciar el divorcio y la emancipación de España para siempre.

Desde el Cabo de Hornos hasta las Californias se pelea con ardor y encarnizamiento por el incomparable beneficio de la Independencia. En todas partes huye, aterrorizado, el caduco León de España, dejando desocupado el terreno a la fuerza y vigor juvenil de América. Ya se reflejan sobre el horizonte político los crepúsculos del gran día de los hijos de Colón: aparecerá de un momento a otro la risueña aurora de la Independencia de toda América. Los aduladores de España no pueden resistir tanto golpe de luz y fe —apartan los ojos para no ver el magnífico espectáculo de los elementos y poderes citados que vienen con la cabeza erguida a colocarse entre las naciones; y cuando los más remotos y desconocidos lugares concurren con sus esfuerzos al logro de las incalculables ventajas de esta nueva vida, ¿sería decoro de la Primada del Nuevo Mundo no tomar parte en ella heroica lucha? Santo Domingo ha recibido en su seno a la estudiosa juventud de Caracas, Puerto Rico, Cuba y La Habana; ha prohijado en el gremio y claustro de su Universidad a los naturales de todos esos pueblos cultos y sus alrededores; los ha ennoblecido con los grados y premios de todas las ciencias. Muchos de los héroes que figuran en el honroso teatro de su revolución bebieron aquí los elementos del saber; y puede hacerse honor de que, habiendo sido uno de los focos principales de la Ilustración Americana, ¿ sea la última en reconocer los eternos principios del orden social?

La patria de los Morfas, de los Minieles, de Don Juan Sánchez y de Marcos Torres, la que ha sufrido tantas veces el yugo de las potencias europeas en Sabana Real, en los montes de Najayo, en Palo-Hincado, ¿podrá mostrarse insensible a la inmortal gloria de derrocar y extinguir para siempre el tiránico imperio de sus conquistadores? De todo nos ha despojado España, pero nos queda el honor y la fortaleza de nuestros padres.

Sabemos con evidente certeza que los hombres renunciaron a la independencia del estado natural para entrar en una sociedad civil que les asegure de un modo estable y permanente la vida, la propiedad y la libertad, que son los tres principales bienes en los que consiste la felicidad de las naciones. Para gozar de estos derechos se instituyen y forman los gobiernos, derivando sus justos poderes del consentimiento de los asociados; de donde se sigue que, si el gobierno no corresponde a esos fines esenciales, si en lugar de velar por la conservación de la sociedad se convierte en opresivo, corresponde al pueblo el derecho de alterar o abolir su forma y adoptar otra nueva que le parezca más conducente a su seguridad y bienestar futuro. Ciertamente, los gobiernos fundados desde hace largo tiempo no deben cambiarse por motivos ligeros o causas pasajeras. La prudencia enseña que deben soportarse los males mientras sean tolerables; pero cuando alcanzan su punto extremo, cuando la misma experiencia demuestra que el propósito del gobierno es reducirlo todo a un absoluto despotismo, entonces sería degradarse como seres racionales y libres si los hombres no rechazaran en ese momento un gobierno diametralmente contrario a los altos fines de su institución original. ¿Y quién, a la luz de estos principios, no aplaudiría como justa la resolución que hoy adopta, en su seno, la parte española de la isla? Todos los azotes, infortunios y desastres que puede engendrar la hidra del despotismo, los ha sufrido Santo Domingo durante su vergonzosa sumisión a España; por tanto, es nuestra obligación, y uno de los más sagrados derechos que nos impone el amor a la patria, procurar con eficacia, y por todos los medios a nuestro alcance, la felicidad que la Metrópoli no ha sabido o no ha podido asegurarnos, por seguir adelante con sus miras de abatimiento y tiranía.

Estamos plenamente convencidos de que, para conseguirla y aumentarla, no nos queda otro camino que el de la independencia. Con ella tendremos leyes formadas por nosotros mismos, análogas al genio, educación y costumbres de los pueblos, acomodadas al clima y a la localidad; y nuestra representación nacional, sobre la proporción numérica, guardará una perfecta igualdad entre todos los pobladores de estas provincias, y no servirá para alimentar la discordia entre las diversas clases, como ha sucedido con las bases establecidas por la Constitución de Cádiz. Arreglaremos el poder judicial de manera que, ahorrándose tiempo y gastos, no se falte a la buena administración de justicia en lo civil y en lo criminal, ni se saquen los recursos fuera del territorio. Atenderemos con especial cuidado a la educación de la juventud, tan abandonada hasta ahora, porque sin ella son ineficaces todos los deseos de felicidad pública. Nos dedicaremos al fomento de la agricultura, de las artes y del comercio, como las únicas y verdaderas fuentes de la riqueza de los pueblos. Arreglaremos nuestras rentas sobre el dogma fundamental de no gastar más de lo que tenemos, y de lo que sea compatible con la riqueza territorial; vendrán a nuestros puertos todas las naciones en estado de proveer a nuestras necesidades y de dar estimación y salida a los frutos del país; en lugar de España, que además de carecer de los principales artículos de nuestro consumo, nunca ha sabido negociar de otro modo que en beneficio de la exclusividad y con las sordideces las fortalezas del monopolio, que como hijo legítimo, nace y se deriva de aquel absurdo principio, lo tendremos todo en casa y no necesitaremos salir a buscarlo a mil trescientas leguas de distancia, donde no se ven nuestras necesidades ni puede haber interés en remediarlas con la urgencia que requieren.

España, enredada en el intrincado laberinto de sus nuevas instituciones, lucha con enemigos internos que, a cara descubierta y con ardides, maquinan su destrucción. Un ejército de cincuenta mil soldados veteranos y de ochenta a cien mil milicianos nacionales son los empujes con que se intenta hacer marchar su lento y perezoso sistema constitucional: las potencias europeas más poderosas le infunden recelo y sobresalto, porque, a pesar de sus protestas de amistad y buena inteligencia, descubren síntomas del descontento con que miran la depresión de los tronos absolutos, en los cuales todas ellas desean sostenerse firmes y tranquilas. Las legislaturas de los años veinte y veintiuno que corren han votado, cada una, el empréstito de doscientos millones que les falta para cubrir los gastos comunes y ordinarios del tiempo de paz, a pesar de las reducciones y recortes que se jactan de haber hecho en todas las ramos de la administración pública. El oro y la plata de América ya no fluyen precipitadamente para derramarse en la tesorería de Madrid:los corsarios independentistas capturan los barcos en todos los puntos cercanos al puerto de Cádiz, donde deben recalar obligatoriamente, y por todos los cabos litorales de la península los mal equipados y escasos bajeles de su lánguido y mezquino comercio, porque no hay fuerzas navales que los protejan, y siendo éste el verdadero y deplorable estado de la Nación Española, sería una consumada insensatez de nuestra parte esperar socorros y mejoras de quien nos mendiga para sus apuros y no acierta a sofocar sus propias turbulencias domésticas.

Santo Domingo, por el contrario: en medio de su decadencia, está subsistiendo de sus propios recursos, y aún tendría mucho más desahogo si hubiera fundado su sistema administrativo sobre los principios de economía que le prescriben su extenuada población, su agricultura y comercio; pero ha tenido que desentenderse de toda buena regla para atender a las cargas que le ha ido echando encima su ingrata y desconocida metrópoli, en recompensa y para alivio de los males que nos anegan desde el ruinoso golpe de la cesión. Si la ley de los aranceles y reglamentos de aduanas no se hubiera suspendido y atemperado a las circunstancias locales, ya estarían cerrados de una vez y para siempre todos los puertos de la Isla, porque cuando más se pondera la libertad española, es cabalmente cuando se ha tirado a remachar con más rigor las cadenas del monopolio y la exclusiva del comercio. Los mismos correos conductores de estos preciosos reglamentos ni siquiera se dignan tocar en los puntos marítimos de la isla que antes acostumbraban, viéndonos forzados a pagar quien vaya a traernos las sentencias de muerte para tener la bárbara complacencia de ejecutarlas en nosotros, y con nuestras propias manos.

Aquí está la sola cosa para que dependemos de España, y no para que nos asista, provea y socorra en nuestros apuros y necesidades: hasta aquí hemos vivido esclavos y dependientes por hábito; pero los hechos, que persuaden mucho más eficazmente que las rutinas, nos demuestran y convencen que somos libres y emancipados.

Así lo reconocemos y sentimos por nuestra propia experiencia, y guiados por ella declaramos y solemnemente publicamos que la parte española de la isla de Santo Domingo queda desde este día constituida en un Estado libre e independiente. Que el buen pueblo dominicano, ni ahora, ni en adelante, ni nunca se someterá a las leyes y gobierno de España, considerándose absuelto de toda obligación de fidelidad y obediencia. Que, revestido de la dignidad y el carácter de nación soberana, tiene pleno poder y facultades para establecer la forma de gobierno que mejor le convenga, contraer alianzas, declarar la guerra, concluir la paz, ajustar tratados de comercio y celebrar los demás actos, transacciones y convenios que pueden por derecho realizar los demás pueblos libres e independientes. Y que si España reconociese y aprobase esta declaración, será tenida y reputada como amiga; pero si la impugnare, o por cualquier vía o modo pretendiera estorbar nuestras instituciones o el curso del nuevo gobierno en que vamos a entrar, sabremos defenderlo con nuestras vidas, fortuna y honor. ¡Viva la Patria! ¡Viva la Independencia! ¡Y viva la Unión de Colombia! Dado en la ciudad de Santo Domingo, en la parte española de la isla, a 1 de diciembre de 1821, primer año de la Independencia.

Firmado:

José Núñez de Cáceres, presidente

Manuel Carvajal, Juan Vicente Moscoso, Antonio Martínez Valdés, L. Juan Nepomuceno de Arredondo, Juan Ruiz, Vicente Mancebo, Manuel López de Umeres, y secretarios.